viernes, 11 de julio de 2014

Vas a ver: Murió mi amigo, el Sr. Roberto Calleja Garibay y por eso estoy muy triste

Resulta que cuando se pone a doler el dolor propio de las pérdidas irreparables, la consciencia se torna una brasa, es como un mordisco fresco, abierto y sangrante. Nos lo volteamos a ver y allí está, hinchado en el cuerpo hecho de carne y se siente punzante y no podemos creer en su existencia, en eso que hoy está y ayer no estaba. Así de contundente es la muerte. Somos unos proyectos de cadáver desde que nacemos, y sin embargo poco nos acostumbramos a la simple idea de que todo eso que brilla y se llama vida, se acaba todos los días para millones de personas. Los de otros y fatalmente también los nuestros.

El Sr. Calleja -porque eso era, un señorón- fue un coleccionista admirable que siendo jalisciense vivió casi toda su vida en Cuernavaca. Hoy martes lo despediremos algunos morelenses en una funeraria ubicada en la Avenida Morelos, a unas cuadras de su casa. Estaba enfermo desde hace tiempo. El cáncer, esa carcoma que avanza enloqueciendo células, deglutiendo esperanzas hizo su tarea con su alto y delgado cuerpo. Nunca con su inteligencia y sensibilidad. Todavía lo vimos hace unas semanas en el mal llamado Museo de la Ciudad, saludando a sus admiradores. Cumpliendo él con sus amigos. Tan amable como siempre, tan cariñoso con quienes consideraba sus cómplices en la pasión por la historia mexicana.

En este estado, a él acudíamos los investigadores, los enamorados del arte y de la historia cuando queríamos saber sobre la Revolución Mexicana, la historia del estado, en especial sobre Emiliano Zapata, una de sus pasiones. Tenía -tienen sus hijos, Francis su esposa-, documentos cuyas firmas, fechas, datos, letras, caligrafías, curiosidades explicaba como un experto. Pero la cosa no quedaba allí, una vez instalados con los ojos abiertotes ante los archiveros, íbamos descubriendo cómo una cosa lleva a la otra y cómo lo que unos consideran desperdicios, a otros les provoca un profundo amor. Lo digo no por los documentos, valiosos depositarios de datos, sino porque Calleja también mostraba curiosidades como monedas defectuosas nunca puestas en circulación o anillas de los puros. Por cierto, cuántas veces me dijo el nombre de este tipo de coleccionismo y yo sin poder retener el nombre.

Para quienes estamos interesados en el mundo del coleccionismo es muy claro el hecho de que este tipo de creatividad propia de los seres hipersensibles a la belleza, se torna un intento logrado de transformación del mundo: nos une a los humanos frente a lo que conmueve y por eso, entendemos al coleccionista en los límites de la santidad. Y no es exagerado lo que digo: pensar que hay quienes se dedican a juntar cosas para que otros las gocemos consuela mucho. ¿Se puede hablar de cantidad con respecto al consuelo? ¿Nos consolará un poco la idea de la conservación de su colección a quienes lo apreciábamos tanto?

Recuerdo haber estado en su casa tratando de convencer a las máximas autoridades estatales relacionadas con cultura, de que este hombre merecía que se hiciera realidad su sueño de contar con un museo de autor dedicado al diseño y a la historia de la vida cotidiana. En otros países este cúmulo de objetos únicos (pianolas, gramófonos, máquinas de coser, teléfonos, monedas, armas, botellas, planchas, etc) darían para más de un museo, también único, por estar dedicado a satisfacer la curiosidad sobre la vida de nuestros antepasados.

Desgraciadamente mientras él vivió no fue escuchada su propuesta y lo más doloroso es que por obra y gracia de la generosidad que lo caracterizaba, él hubiera donado todo al estado: lo que quería era que la colección se conservara completa y al recinto se le pusiera su nombre, requisito no sólo obvio en la historia de los acervos museísticos (porque el coleccionismo también es una forma de identidad), sino un acto que hubiera sido de generosidad en espejo, un acto de buena voluntad por parte de los diversos gobernantes a los que se les hizo la propuesta.
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Porque todos hablamos con nuestros muertos y porque a veces no podemos despedirnos de ellos, yo le dedico esta columna de hoy a mi amigo Roberto Calleja. Intento que sea un humilde  homenaje a su valentía y amor por la belleza y la originalidad propia de muchos objetos. Me despediré de él más tarde diciéndole que espero volvérmelo a encontrar entre sus cosas, que espero visitar su casa de nuevo, abrazar a su familia, buscar sus palabras en la música de los aparatos cuya manivela accionaba sosteniendo una sonrisa orgullosa, esperando la segura reacción de asombro, de nosotros los espectadores embotados por el ajetreo cotidiano.
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Consuela un poco que podamos conservar las cosas de los seres amados: para contrarrestar la traición de la memoria recurrimos a la magia de los anteojos, la camisa preferida, la agenda que usaba el o la que nos deja. Afortunadamente Don Roberto lega miles de objetos dispuestos para que los mexicanos podamos recrear el pasado. Afortunadamente eso también nos hará recordarlo a él. Me voy deseando que algún día podamos contar con el museo que con tanta ilusión él soñó.

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