Es lugar común, pero es
cierto: los viajes ilustran.
Es cierto, pero poco
aprovechado: los museos nos trasladan a otros tiempos y realidades, nos hacen
vivir la belleza (o el horror transformado en belleza), in extremis. Vibrar.
Nueva York, aquella ciudad que
se dice compraron los holandeses por 26 dólares a los habitantes originales, es
el paraíso para los amantes de la cultura organizada para el consumo masivo. Es
verdad que la mayoría de las veces los dineros no alcanzan para aventurarse
hasta allá, y sin embargo, hay que ir. Como Manhattan no hay dos para escapar
de la mediocridad de la vida cotidiana.
Habiendo dedicando esmerada
atención y enamorado corazón a varios de los museos landmark de la ciudad de
los rascacielos la semana pasada, quiero compartirles algunas de mis mejores
vivencias, imágenes, recuerdos, aprendizajes, emociones. Puros regalos para el
alma, reencuentros con la vida.
En el Metropolitan Museum,
conocido entre los neoyorquinos como “el MET”, la expo de Carpeaux, escultor
francés del XVIII que sin el menor pudor imitó la materia humana (carne y
emociones) con mármol, yeso y barro, logra que nuestros sentidos desafíen la
razón: ¿esos músculos son de piedra? ¿cómo logró expresar el artista a tal
grado el sufrimiento de un padre por sus hijos?¿de dónde el artista saca esa
destreza creativa que lo eleva a rango divino?¿por qué siendo tan talentoso
como artista sufrió e hizo sufrir tanto a los humanos?
Luego, de ver esta y otras
dos muestras temporales -una de ellas
sobre el arte budista extendiéndose por Asia en el siglo VII--, me dediqué a
los highlights del museo -la visita que propone el director Thomas Cambell para
la audioguía-, paseo que se convirtió en el postre del día, porque deambular
entre miles de obras de arte escuchando comentarios sobre algunas piezas
selectas, sin prisa, con la posibilidad de repetir el explicativo en el idioma
materno, es un regalo que no debe desaprovecharse.
La Biennal de Whitney, por
otra parte, me dio la oportunidad de conocer no sólo a los mejores, a las más
jóvenes promesas del arte contemporáneo norteamericano, sino de sopesar lo que
los curadores más afamados del momento proponen para el arte
contemporáneo. De lo mostrado en las
muchas salas ocupadas por este evento icónico del arte de vanguardia, se concluye
que la sexualidad ya no será el tema fundante del arte, pero que cuando
aparezca, lo hará con una crudeza que espanta (Travis Jeppesen); entendemos que
la tecnología seguirá siendo el soporte o medio de muchas obras de arte, pero
ya no será indispensable y lo mejor de todo, queda claro que la vuelta al
objeto es real, que la destreza propia del dibujo y la maestría de lo bien
pintado volverán a ser las estrellas del juicio estético (Paul P., Elijah
Burgher, Joel Otterson, Laura Owens). ¿Lo que más me gustó de la bienal? Que es
resultado del revisionismo de la historia del arte y que las técnicas llegan a
tal grado de sofisticación y mezcla de lenguajes, como para que la obra de un
tal Karl Haendel sea inolvidable.
Por cierto, en el segundo
piso el tótem-cruz (la pieza se llama “Choose any three”), de Jimmie Durham,
artista que actualmente reside en Berlín, pero que trabajó en Cuernavaca algún
tiempo, me recordó lo impactante que puede ser para un extranjero la historia
de México: su escultura propone que escojamos tres nombres de entre varios que
son míticos, figuras fundacionales o arquetipales, una de ellas Emiliano
Zapata.
Por lo que respecta al MoMA,
encontrarme con las piezas de Rivera, Orozco, Siqueiros, y Frida, me garantizó
un buen comienzo del día, pero la sorpresa me la llevé al toparme con las
fotografías de Robert Heinecken, cuyos complejos montajes y elaborados collages
no conocía, y a quien pienso dedicarle tiempo de estudio porque es uno de los
fotógrafos más importantes del siglo XX. El artista juega con la hiper-realidad
haciéndonos dudar de sus fotografías que parecen dibujos porque a veces son las
dos cosas, pero sobre todo, porque trabaja con imágenes que vienen de los
propios medios de comunicación y por lo tanto los pone en tela de juicio.
Sin mucho espacio para
abundar más en lo vivido recientemente a través de los sentidos, les comparto
que en el Museo de la Ciudad de NY, la expo de Graffitis (la colección de
Martin Wong) me dejó con la boca abierta: resulta que el medio expresivo visual
que comenzó llamándose “writings” (escrituras) y que era de y para los
transeúntes marginados del gran arte, terminó siendo un arte de galería que se
vende hoy en miles de dólares: algunos de los graffiteros de aquellos días hoy
son diseñadores de grandes firmas como Nike y viven del arte que se vende a
coleccionistas en establecimientos elegantísimos. El graffiti es hoy obra de
caballete, cual vuelve a probar que todo en la vida, hasta la contracultura, se
torna artículo suntuario.
Por último, les cuento,
queridos lectores y lectoras, que la colección de joyería de fantasía y piedras
semi preciosas de la socialité mexicana Barbara Berger es un estupendo ejemplo
de lo que se puede hacer con dinero y por pasión. Expuesta en el Museo de Arte
y Diseño (Mad Museum) en Columbus Circle, la selección demuestra cómo la moda y
el cuerpo pueden dejar de ser lo superfluos que son la mayoría del tiempo, para
convertirse en el soporte de la creatividad y el artificio más sofisticados del
mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario