Desde hace unos días mi familia y
yo estamos siendo víctimas de amenazas telefónicas y difamaciones. Un execrable
señor que dice pertenecer a un grupo de conocidos mafiosos avisa que nos vamos arrepentir si no
hacemos lo que él dice. Le hemos colgado el teléfono, como aconseja la
ciudadanía entrenada en estos menesteres. El sujeto vuelve a llamar. Su voz se
escucha entrenada en el oficio de dañar. Llama más la atención ese tono de voz
que sus palabras. Éstas son aprendidas, la voz se quedó sin persona. Además del
teléfono, han usado las redes sociales para lastimarnos.
Ayer llamé al 088 y pedí ayuda.
La agente de la policía federal que me atendió (omito el número por razones obvias)
me regañó; poco empática, me habló como si me estuviera vendiendo un servicio.
En
lugar de dejarme contar mi historia se soltó informándome a mí, cómo habían
sido estas llamadas, cómo operaban estos extorsionadores y como si fuera el
plus del servicio que ofrece su compañía, terminó diciéndome que si me volvían
a llamar con más señales, o sea concretas de que sí nos están vigilando,
entonces volviéramos a llamar, dando además el número desde el cual están
marcando. Muy mal de nuestra parte no haber contado con identificador
telefónico, me hizo saber. Ya los tenemos.
Para finalizar, esta diligente
señorita (hablaba tan rápido como las promotoras de bancos, las vendedoras de
viajes, las de seguros), me pidió datos con fines estadísticos: edad, grado de
escolaridad, profesión. Cuando contesté “periodista” su tono de voz se suavizó.
Los que salimos en foto, tele o periódicos nos merecemos otro trato, claro está.
Conservo el número de reporte a la mano. Si algo nos sucede a mí o a mi
familia, podemos decir que formamos parte de las estadísticas desde el inicio
del proceso delictivo y nuestros abogados también están enterados.
¿Qué conjeturar al respecto?
¿Vale la pena hacer pública una situación tan lamentable como esta, sacarla del
ámbito de lo privado?
Los mexicanos y especialmente los
morelenses vivimos momentos sazonados de efervescencia política, de sinsabores
económicos, de furibundo desempleo, de traición política, de impasividad del
alma. Estamos ya programados a pensar al prójimo como enemigo. Ya la palabra no
se sostiene. No hay congruencia entre lo que se dice y lo que se hace. Estamos
viviendo no sólo en el caos, sino en la locura entendida como contraviolencia.
El gobierno estatal ha prometido
cuidar a los ciudadanos, nosotros hemos confiado una vez más en esa paternidad
representante del Estado creador de reglas.
Ellos se hacen visibles mediante imágenes y discursos. A nosotros los de
a pié, nos quedan el amor de nuestros semejantes, el humor de notas como esta y
el sentido común que ha hecho del ciudadano un experto en sobrevivencia del
miedo. Ω
María Helena Noval
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