No encuentro mejor manera de declararme lectora, que comenzando por la apropiación de una frase, que parecida a la confesión cartesiana, es hoy declaración de vida: leo luego existo. No exagero cuando digo que mi idea de la felicidad tiene que ver con la posibilidad de aprehender el mundo a través de la palabra escrita. La culpa la tiene ese beso que es el lenguaje proferido, ese hechizo que se activa cuando uno abre un libro y encuentra allí dentro a los otros yos, las otras vidas, los afectos anhelados, los dolores exorcizados, los amores jamás imaginados, el juego que es fuego, las aventuras recordadas, la música del poeta inolvidable, la sorpresa de un concepto.
Por esta suerte de estar en el mundo, por este convencimiento de que la vida se lee, voy alargando la lista de libros pendientes por comprar y voy llenando mi casa de papel encuadernado. Los libros electrónicos duermen en mi ipad, y el kindle espera salir de su estuche durante el próximo aeropuerto, porque ya juré no cargar de más cuando viajo. Mi travesura más frecuente es escaparme a Gandhi. Sola. La primera parada es la mesa de novedades de la entrada, a la derecha. Allí ponen lo que acaba de publicarse, lo que creen los editores será un éxito comercial. Paso por allí, porque las cuartas de forros cumplen con informarme qué es lo que se va a comentar: sí, me tranquiliza un poco darme por enterada de lo que fluye en la llamada gnoósfera, que no es otra cosa que el chisme intelectual. Soy muy curiosa. Sigo con las mesas de al lado, antes de pasar a los temas que me gustan: arte, psicología, filosofía, ficción, historia y la combinación de ambas: novela histórica. Ya para cuando llego atrás de la tienda, en donde se ubican las memorias y las biografías, la indecisión me acribilla: ¿uno o dos? ¿Me alcanza para todos? ¿Y los que tengo pendientes? ¿Qué cumpleaños hay este mes, a quién le llevo libros?
Tal suerte de enfermedad llamada“Sed de Palabras” me ha llevado a conocer y relacionarme con varios autores. El primero fue mi maestro: a René Avilés Fabila le debo diez años de colaboraciones para Excélsior; después vino el susto de ese trueno que fue Ricardo Garibay: qué miedo contestarle un sí o un no a tan rabioso tutor de la palabra. Santiago Genovés fue más benévolo conmigo y me enseñó a reírme de las figuronas y de mí misma queriendo ser letrada. “Amiguita –me dijo— diviértete con las ideas, sácale jugo a la poesía y verás como todo lo demás se te dará por añadidura“. Más adelante y ya como periodista declarada, mis amigos Pepe Iturriaga, Alejandra Atala, Alicia Zendejas, Adolfo Echeverría, Marcela del Río, Graciela Salas, Elena de Hoyos… además de mis colegas historiadores del arte, han hecho de mi vida una delicia sazonada con textos que a veces tengo la suerte de escuchar de viva voz. Con varios de ellos me gusta además compartir la sal y el pan, porque he descubierto que la mesa es el lugar en el que se articulan, de mejor modo, el amor y eso que Freud llamó “Complejo del Semejante”, la noción de fraternidad.
En verdad estoy contenta con la vida libresca que llevo. Me han llamado “Rata de biblioteca” en más de una ocasión, sin saber quienes así me nombran, que esa suerte de vida que ellos desprecian, es la más rica que puede haber. ¿Cómo convencerlos de que esa que se están perdiendo por andar en la superficie de las cosas es la vida que más sacia, la que enamora, la que vale la pena?
Recientemente se me ha metido en la cabeza que el tiempo que me queda por es vivir muy poco. Me angustia saber que no agotaré los museos deseados, los talleres de artistas pendientes, los libros que se me antoja leer en mi mullido sillón, en la cocina (también leo recetarios), en el coche, entre pendientes…Todavía no sé cómo consolarme al respecto. Lo que sí sé, es que el libro de hoy, ese que ya me espera aliviará en algo esta sed de palabras con la que vivo. Ω
María Helena Noval
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