martes, 8 de febrero de 2011

El ilustrador de la crítica


Dedicado a la interpretación de la sociedad mexicana, el conocido caricaturista Abel Quezada (1920-1991) creó como pintor, un universo poblado de bonvivants y damas de sociedad que se entregan a nuestra curiosidad de frente. Haciendo a un lado la impronta del humorismo ácido que sentaría las bases de la historieta de corte político y social en nuestro país, se dispuso a analizar el comportamiento de la burguesía y la trasladó a su obra personal, destacándose en cada caso el entorno en el que habita el “pudiente” en el mundo.

La mayoría de sus trabajos periodísticos --expuestos hasta el mes de abril en el Museo de la Ciudad de México--, fueron publicados entre los años 50 y 80 en Ovaciones, La Jornada, Cine Mundial, Últimas Noticias, Excélsior, Novedades, The New Yorker y The New York Times. Su lugar dentro del periodismo nacional es indiscutible y sin embargo, la obra efectuada a partir de la intimidad de su hogar para su propio goce y el de sus más allegados, no ha sido difundida con empeño, a pesar de que se expuso con anterioridad en dos museos capitalinos de importancia. La revista “Artes de México”, por su parte, le dedicó un hermoso ejemplar (Número 6, Invierno de 1989) en el que los escritores Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez, Carlos Monsiváis y Alejandro Rossi hablan del amigo, de su capacidad narrativa y del por qué de sus personajes.

De la entrevista que le hiciera el también pintor y cineasta Claudio Isaac en dicho ejemplar, extraigo la siguiente confesión del artista, con la idea de avistar una postura que hoy en día se echa de menos en el gremio cultural: la del nadador que se avienta al mar por el puro placer del chapuzón, del sabor de la sal, del otro ritmo, del olor inconfundible del origen de la vida:

“Yo tuve una educación primitiva en las artes plásticas. Creo que los primeros cuadros que vi fueron los que reproducían los cerillos de “La Central”…Cuando tuve oportunidad empecé a ver museos, en viajes y en México también…La maja desnuda de Goya tiene una sola pincelada sobre los ojos que le cambia toda la expresión. Eso hay que verlo como con lupa; yo tengo un lente para apreciar ese tipo de detalles. Lo único que me despiertan esos monstruos de la pintura es coraje, envidia, admiración…pero más que todo coraje, por eso los insulto en voz alta; les digo de su madre y demás… ¿Cómo es posible que haya hecho esa maravilla?... ¿Cómo es que no la pueda hacer yo?

Me sitúo frente a la obra de quien viviera sus últimos años en Cuernavaca y frecuentara a varios amigos en común y me digo: “Su obra, vista con ojos críticos se da entre el mundo de lo lineal y el mundo de lo pictórico y las tonalidades que emplea podrían calificarse de artificiales porque no busca la mímesis, sino la alegoría. Con prevalencia de amarillos y azules ácidos crea ambientes soñados y al mismo tiempo de un realismo conceptual convincente”. Sin embargo, estas palabras que suenan a especialización, no alcanzan a describir la complacencia que vivo frente a los personajes “inflados” que inventó el “pintor aficionado”.

Me llaman la atención el apego a la ornamentación y el ambiente como de cuento infantil, no lejano de la ilustración editorial a la que Quezada estaba acostumbrado. Vislumbro el México que pienso vivieron mis antepasados y empeñada en revivir la época gloriosa del cine mexicano de los cuarenta (olvidándome del trabajo que me ha traído al museo), continúo el soliloquio que empecé un párrafo atrás: “En sus telas no hay intemperancia, sino un mundo amable. El hecho de que sus mujeres me recuerden un poco a las de Modigliani, me encanta. Además, está el asunto de las miradas. Creo que empecinado con soñar, quiso pintar ojos imposibles, rasgados, y el muy bárbaro los entintó con turbadores azules.”


“Todos los pintores tienen un estilo definido o buscan un estilo y lo siguen durante toda su vida. Yo soy exactamente lo contrario, no quiero ningún estilo. Quiero irme por cualquier lado”, afirmaba Quezada. No obstante, me parece que es la elección de los maestros por quienes se deja atrapar este seguidor del arte naíf inventado por el Aduanero Rousseau, lo que define su estilo.

Matisse, Brueghel, la pintura metafísica, el realismo del norteamericano Hopper y en muchas ocasiones la pintura del español Vicente Gandía (quien como Quezada vivió sus últimos años en Cuernavaca) se dejan sentir como resabios en su obra, porque Quezada sólo coquetea –y lo hace muy conscientemente-- con algunas imágenes del amplio repertorio icónico de la historia del arte que conoce.

Una polémica

La museografía de la exhibición es el resultado de un trabajo planeadísimo porque se pensó en aprovechar los altos muros del antiguo edificio. Para ello tuvieron que crecer los personajes, dándose por resultado una presencia inédita de la caricatura en un museo dedicado al arte contemporáneo. La selección y cuidado de la obra estuvo a cargo de la recientemente formada asociación civil dedicada a promover su obra. La dirigen sus hijos Josefina y el también pintor Abel.

El resultado es que al ver estas proyecciones sobre los enormes muros, al imaginarnos al pintor en su mesa de trabajo con su lámpara encendida, el percibir el montaje limpio y fácil de entender porque su idea de las clases sociales en México es esquemática y contundente (el flojo con las moscas alrededor, el rico con los billetes cayéndosele), salimos pensando que se nos ha ofrecido una puesta en escena totalmente diferente de lo que vimos en el Museo Tamayo hace años.

A la asombrada vista aparece también el mural que realizara para Pemex, por su amistad con quien fuera director de la institución, Lic. Jorge Díaz Serrano (en la década de los sesenta organizó la compañía Perforadores Mexicanos de Petróleo" y se dedicó a actividades petroleras). Por defender dicha amistad, en tiempos de López Portillo el caricaturista se separó de la revista Proceso, en la que permitió aparecieran algunas de sus antiguas colaboraciones de Excélsior. Æ



Publicado Revista Día siete
6 de febrero de 2011 https://www.diasiete.com/

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