martes, 24 de julio de 2012

Leonel Maciel: el Edén en el Jardín Borda

“Recordando a Nahui Olin” y “Yo a acaballo y con perico” son dos de las obras de Leonel Maciel que más me han impactado en los últimos tiempos. El tratamiento de su materia pictórica es rico, pastoso, una provocación sensual. Los contrastes destacan los universos propios de cada color: el del naranja y sus parientes, los rojos y amarillos; el de los rojos y sus complementarios, los verdes. Las figuras flotando expresan la máxima libertad con la que el autor crea sus composiciones. Los personajes gritan su existencia real, a pesar de ser de piel azul. Todo allí es un juego gozoso, todo allí es Leonel Maciel en pleno ejercicio de su oficio de niño-pintor-maduro.
Ante el impacto retiniano decido no aguantarme y lo increpo mientras platica con los asistentes a la inauguración de su muestra pictórica en el Jardín Borda.  Lo distraigo de los halagos de los espectadores. Me urge preguntarle cosas, pedirle permiso de tocar la superficie de los cuadros; provoco la suspicacia del custodio que vigila las salas y salto con la pregunta ¿cómo consigues estas superficies?: “Texturo con acrílico, pego cuadros cara con cara para que se ensucien unos con otros y trabajo luego encima de eso. Ahora también uso plantillas”, me dice sobre estos trabajos de reciente factura.

La obra de arte como sublimación
Desde tiempos inmemoriales, el imaginario colectivo ha hecho del Edén el espacio perfecto para el despliegue del deseo. En el paraíso no hay pecado porque existe antes del mismo; no hay consciencia de la desnudez porque la piel erizada es el orgullo; no hay sensación de pesadumbre porque el alma va ligera; no hay deudas porque no se han contraído; no hay sufrimiento porque no se ha dañado.  La tierra prometida es el lugar al que anhelamos llegar y cada uno imaginamos el paraíso “a la carta”. Un Edén para cada quién. Muchos edenes y sin embargo todos al desnudo, coloridos,  ilimitados: edenes-libertad. 

La tónica que marca la producción más reciente de este pintor nacido en Petatlán, Guerrero (vive en Cuernavaca desde hace muchos años), es precisamente la creación de un universo pictórico propio, la traducción de la vida a un leguaje que se llama PINTURA-PINTURA.
“Conocí a Nahui Ollin cuando era estudiante en La Esmeralda –me dice-, le decían el fantasma del correo porque caminaba cerca de la Alameda Central, en el D.F. Yo la veía llena de polillas, parada afuera del hermoso edificio, vestida de Belle Époque y me fui acercando a ella poco a poco, cada vez que salía de la escuela, hasta que mis amigos y yo la invitamos a nuestro “reservado” --la banca que ocupábamos en la Alameda--. Le invitamos un trago, pero como no quiso tomar de la boca de la botella, le compré una copa preciosa con mis ahorros. Carmen Mondragón, Nahui Ollin, estaba ya perdida (había querido matar al Dr. Atl). Muchos años después de que dejamos de vernos, decidí pintarla tomando café, porque a ella le gustaba en su juventud.” Tal es la anécdota que da pie a la obra, ocupada en el primer plano por una enorme taza de café; lo demás, la pareja formada por una mujer de cuello azul y un hombre vestido de bandera es pura invención edénica, puro amor al arte adornado con flores, acaso la parte más representativa del paraíso perdido.   

“Nunca pensé ser pintor, nunca me he comprometido con nada, ni en La Esmeralda. Pinto el cuello azul porque esa libertad me la da el ejercicio de la pintura, sólo soy libre cuando pinto, no me interesa seguir la doctrina de alguien. Me gusta oír a la gente que me dice sus ideas propias. Quiero sentir el tuétano de cada uno en su trabajo. Vivimos sometidos por leyes religiosas, políticas, económicas, públicas. Hay que buscar la libertad en otra parte”.
 “Día tórrido en el Malecón de Mazatlán” es otra de las obras que retratan la tierra prometida de Leonel Maciel. Pintada durante un viaje al puerto, la obra traduce las vivencias del artista: “En el Mazatlán antiguo vi a todo tipo de mujeres, eran de diversos colores, sabores, estaturas, olores. Estaba encantado con ellas, dibujaba en la noche, llené dos libretas de figuras que hoy tiene mi hija. Cenaba, bailaba, vivíamos con la intensidad de los 50 grados de calor a la sombra; mis alumnas de pintura se ponían maicena en la piel. Siempre le he cantado a la mujer y como he cometido faltas con ellas, las pinto por un acto de contrición.”

En ese enorme tríptico pintado al óleo hay un chelista que toca para ellas (basado en la composición de una fotografía de Efrén Galván), aparecen el propio Maciel como espectador y una mujer de las nalgas rosas en un sillón blanco que recuerda a Matisse. Todas las figuras están aisladas para permitir que la brisa corra ante el recuerdo de tanto calor. Una sirena lee a Julio Verne para comprobar si lo que dice el libro es cierto. En este paraíso las mujeres toman café, fuman, leen, bailan. “Se trata de hacer pintura, carajo”, me dice, antes de contarme que también está ilustrando un nahualario.


María Helena Noval
twitter: @helenanoval

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