“Recordando
a Nahui Olin” y “Yo a acaballo y con perico” son dos de las obras de Leonel
Maciel que más me han impactado en los últimos tiempos. El tratamiento de su
materia pictórica es rico, pastoso, una provocación sensual. Los contrastes
destacan los universos propios de cada color: el del naranja y sus parientes,
los rojos y amarillos; el de los rojos y sus complementarios, los verdes. Las
figuras flotando expresan la máxima libertad con la que el autor crea sus
composiciones. Los personajes gritan su existencia real, a pesar de ser de piel
azul. Todo allí es un juego gozoso, todo allí es Leonel Maciel en pleno
ejercicio de su oficio de niño-pintor-maduro.
Ante el
impacto retiniano decido no aguantarme y lo increpo mientras platica con los
asistentes a la inauguración de su muestra pictórica en el Jardín Borda. Lo distraigo de los halagos de los
espectadores. Me urge preguntarle cosas, pedirle permiso de tocar la superficie
de los cuadros; provoco la suspicacia del custodio que vigila las salas y salto
con la pregunta ¿cómo consigues estas superficies?: “Texturo con acrílico, pego
cuadros cara con cara para que se ensucien unos con otros y trabajo luego
encima de eso. Ahora también uso plantillas”, me dice sobre estos trabajos de
reciente factura.
La obra de arte como sublimación
Desde
tiempos inmemoriales, el imaginario colectivo ha hecho del Edén el espacio
perfecto para el despliegue del deseo. En el paraíso no hay pecado porque
existe antes del mismo; no hay
consciencia de la desnudez porque la piel erizada es el orgullo; no hay
sensación de pesadumbre porque el alma va ligera; no hay deudas porque no se
han contraído; no hay sufrimiento porque
no se ha dañado. La tierra prometida
es el lugar al que anhelamos llegar y cada uno imaginamos el paraíso “a la
carta”. Un Edén para cada quién. Muchos edenes y sin embargo todos al desnudo,
coloridos, ilimitados: edenes-libertad.
La
tónica que marca la producción más reciente de este pintor nacido en Petatlán,
Guerrero (vive en Cuernavaca desde hace muchos años), es precisamente la
creación de un universo pictórico propio, la traducción de la vida a un leguaje
que se llama PINTURA-PINTURA.
“Conocí
a Nahui Ollin cuando era estudiante en La Esmeralda –me dice-, le decían el
fantasma del correo porque caminaba cerca de la Alameda Central, en el D.F. Yo
la veía llena de polillas, parada afuera del hermoso edificio, vestida de Belle
Époque y me fui acercando a ella poco a poco, cada vez que salía de la escuela,
hasta que mis amigos y yo la invitamos a nuestro “reservado” --la banca que
ocupábamos en la Alameda--. Le invitamos un trago, pero como no quiso tomar de
la boca de la botella, le compré una copa preciosa con mis ahorros. Carmen
Mondragón, Nahui Ollin, estaba ya perdida (había querido matar al Dr. Atl).
Muchos años después de que dejamos de vernos, decidí pintarla tomando café,
porque a ella le gustaba en su juventud.” Tal es la anécdota que da pie a la
obra, ocupada en el primer plano por una enorme taza de café; lo demás, la
pareja formada por una mujer de cuello azul y un hombre vestido de bandera es
pura invención edénica, puro amor al arte adornado con flores, acaso la parte
más representativa del paraíso perdido.
“Nunca
pensé ser pintor, nunca me he comprometido con nada, ni en La Esmeralda. Pinto
el cuello azul porque esa libertad me la da el ejercicio de la pintura, sólo
soy libre cuando pinto, no me interesa seguir la doctrina de alguien. Me gusta
oír a la gente que me dice sus ideas propias. Quiero sentir el tuétano de cada
uno en su trabajo. Vivimos sometidos por leyes religiosas, políticas,
económicas, públicas. Hay que buscar la libertad en otra parte”.
“Día tórrido en el Malecón de Mazatlán” es
otra de las obras que retratan la tierra prometida de Leonel Maciel. Pintada
durante un viaje al puerto, la obra traduce las vivencias del artista: “En el
Mazatlán antiguo vi a todo tipo de mujeres, eran de diversos colores, sabores,
estaturas, olores. Estaba encantado con ellas, dibujaba en la noche, llené dos libretas
de figuras que hoy tiene mi hija. Cenaba, bailaba, vivíamos con la intensidad
de los 50 grados de calor a la sombra; mis alumnas de pintura se ponían maicena
en la piel. Siempre le he cantado a la mujer y como he cometido faltas con
ellas, las pinto por un acto de contrición.”
En ese
enorme tríptico pintado al óleo hay un chelista que toca para ellas (basado en
la composición de una fotografía de Efrén Galván), aparecen el propio Maciel
como espectador y una mujer de las nalgas rosas en un sillón blanco que
recuerda a Matisse. Todas las figuras están aisladas para permitir que la brisa
corra ante el recuerdo de tanto calor. Una sirena lee a Julio Verne para
comprobar si lo que dice el libro es cierto. En este paraíso las mujeres toman
café, fuman, leen, bailan. “Se trata de hacer pintura, carajo”, me dice, antes
de contarme que también está ilustrando un nahualario.
María
Helena Noval
twitter:
@helenanoval
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