miércoles, 1 de junio de 2011

Leonora, mi Leonora


Me entero de que falleció Leonora Carrington y una nube gris invade mi alma. “Se murió la que pintó torbellinos-pasión, la de las nubes bajo el techo, la del Minotauro a la mesa-- me digo--, se ha ido físicamente la amiga de Remedios Varo, ya no podrás soñar con entrevistarla. Se murió la última intérprete del surrealismo bretoniano, se lleva con ella la magia del Freud poeta. Ya no estará para contarnos cómo simbolizó sus ensoñaciones y como no se dejó ensombrecer por ni Frida, ni por nadie del círculo culto del México de mediados del siglo XX. Me consuela, sin embargo, el hecho de que el personaje creado por Elena Poniatowska, en su más reciente novela, no morirá nunca, esa Leonora vive en mí desde hace unas semanas y no exagero al decir que el decurso de su vida no-velada ha cambiado la mía para siempre”.
A ese brillante personaje creado por la escritora es al que me voy a referir en este espacio, porque desde que la leí (los seres humanos nos leemos como textos unos a otros), no he dejado de pensar en la importancia de conocer la vida del autor detrás de su obra. Resulta que la pintura es otra cuando se saborean las intensidades del amor-desamor, la pasión que implica la vocación artística y por supuesto la importancia de una vida vivida por diseño: la vida artística. Eso es dominio de la narración y la narración son palabras. La importancia de la palabra es hoy más evidente que nunca.
Creo que una de las cosas que más me gustó de esta novela biográfica es el respeto de la escritora por la locura (proceso creativo) al que se somete el artista, esa aflicción que reporta Rimbaud y que habla de un largo, inmenso y razonado desarreglo de nuestros sentidos: “Hay que buscar todas las formas del amor, del sufrimiento, de la locura, y agotar todos sus venenos para conservar sus quintaesencias; lograrlo es una tortura que él llama inefable y para la que se necesita una fuerza sobrehumana.” (Cfr. p. 68-69). Para hablar del aparato psíquico del loco hacen falta las metáforas porque lo que se siente es indescriptible; y tales estados del alma como también son poesía, sólo se intuyen.
Leonora, la mujer lunar, proyecta el ideal del pintor romántico, retrata una mística de trabajo que se ha perdido hoy en medio de tanta banalización. Ella personifica el polo opuesto del modus operandi del artista que hoy se profesionaliza buscando el acomodo en el mercado del arte, aquel que apuesta su integridad moral y termina siendo decorador.
En la novela de la Poniatowska, Leonora lo da todo por vivir intensamente. Se enamora de Max Ernst hasta enloquecer ambos en el sur de Francia: “Recargaban su cuerpo en el piso de piedra, en la cama de piedra, en los muros de piedra, el sol incendia sus vientres….Max es humildemente feliz y… Leonora se exalta, cree en sí misma, en la belleza de su cuerpo, es una yegua libre dentro de su pelaje…puede levitar”. A Max y a ella no les falta nada, soportan las miradas de los otros y no les interesa nada más que la vida de los sentidos vertida en dos: sus cuerpos y la pintura embarrada en la tela. Poco después aparecerán Peggy Guggenheim y Renato Leduc en las vidas de ambos y por azares del destino ella llegará a la calle de Artes, en la Colonia San Rafael, en México un país que sabe virgen. Aquí se hará amiga de Remedios Varo, Benjamín Peret, Katy Horna, Víctor Serge, Laurette Séjourné, Alice Rahon, Wolfgang Paalen, Gunther Gerzo y juntos abrirán un capítulo nuevo, místico, mágico, brujeril en la historia del arte mexicano.
Leonora Carrington nació en Inglaterra en el seno de una familia adinerada, se consideraba a sí misma una irreverente, una yegua desbocada. Su padre fue el motor que la definió como una opositora del stablishment, mientras que su madre, quien solapó sus locuras por estar desplazando las propias y su nana le imbuyeron el amor por la vida doméstica que la salvó de la locura permanente: “Mamá, entre más libre me siento, mejor pinto, hago progresos continuos gracias a esa inmensa fuerza que tengo dentro”.
Las memorias del tiempo que pasó encerrada en un hospital para insanos mentales en Santander, reportan no sólo el dolor del encierro y los tratamientos médicos criminales a los que se somete al que se le niega la escucha atenta y respetuosa; dichas memorias trasladan a las páginas de En Bas la triste realidad de quienes se convierten en meros pedazos de cerebro vistos al microscopio, en retazo con hueso, como lo pintara Manuel González Serrano, otro gran artista mexicano que sufrió como un San Sebastián en La Castañeda.

Hace unas semanas, me armé de valor y le hablé a la Señora Poniatowska para preguntarle más cosas sobre su libro, sobre la época que retrata, sobre sus lecturas sobre el tema. Le marqué con el libro todo subrayado en la mano para releerle varias de sus propias frases y felicitarla por el tamaño de su alma reportera. Ella, asustada ante tanta admiración sólo atinó a decirme gracias, gracias y gracias. La pregunta lógica que cerraba la conversación era ¿qué dice Leonora del libro?, y se la hice. La respuesta fue contundente y clara: “No lo sé. Ya está muy viejita. No sé si ya lo leyó o se lo leyeron.”
Me dio la impresión de que hacía tiempo que no se veían y eso me entristeció, sobre todo porque acababa de ver en internet una fotografía en la que aparecen juntas, del brazo de mi querido amigo Manuel Felguérez.
Corroboró con esta respuesta el hecho de que uno es el artista y otro el personaje en el que se convierte ante los ojos de los demás. De este desdoblamiento fantasmal habló muy bien Borges un día. Aparece en internet. Ω

Publicado Diario de Morelos 1 de junio de 2011
http://www.diariodemorelos.com/index.php?option=com_content&task=view&id=88426&Itemid=68

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