Quien sabe del buen comer, no cita restaurantes ni chefs. Habla de ingredientes y métodos de preparación, el sabor y la textura de los alimentos, dice la autora del texto, quien observa la preparación de alimentos como a una obra de arte.
Los sentidos se alebrestan ante la fritanga rellena de queso en proceso de esponjarse en el sartén. No es sólo la mirada la que anticipa el festín, las papilas salivan y el sentido del oído también se confabula: “le hincaré el diente, aunque me suba el colesterol”, pensamos. La razón deja de gobernarnos.
La imagen de un bollo elevándose en el horno es magia pura, las burbujas ocasionadas por el desprendimiento de oxígeno gracias a la acción de la levadura que fermenta, se transforman en hoyitos de paredes endurecidas durante la cocción. ¡Mmmmmm! Para ese momento el olor es insoportablemente apetitoso. Le untaremos mantequilla en cuanto salga.
Estamos frente a dos escenas tan cotidianas como aparentemente frívolas. Pero, ¿son estos instantes, en los que estamos concentrados en nuestros sentires, menos importantes que la reflexión sobre el paisaje o una obra de arte?
El gusto es el sentido que tiene por órganos las papilas de la lengua y distingue sin equívoco lo amargo, lo dulce, lo salado y lo ácido. Para efectos de la cultura, llama la atención que con sólo
cuatro saborcitos, se hayan logrado tantas cocinas y que exista tanto discurso dedicado al arte de… darle gusto al gusto.
Por su parte, dicen los estetas (Charles Taylor), que la noción de gusto nace de la intención de juzgar o comparar las cosas de acuerdo con las nociones de bello y bueno, que son dos de los más elevados valores de la humanidad.
Y tienen razón: el juicio de valor que hacemos sobre lo que nos agrada o desagrada en la mesa cobra importancia cuando la noción de “efímero” deja de estorbarnos. El goce corporal nace en el humano con la necesidad biológica del contacto, pasa por la devoción a los dioses de la comida en diversas culturas y termina relacionándose con los placeres de la sensualidad corporal, como bien lo han demostrado algunos autores golosos.
La humanidad no comió con tanta sofisticación en la Antigüedad y no escribió sobre estos temas, hasta que se dio cuenta de que su vida cotidiana no era asunto menor, hasta que una nueva concepción del sujeto le dio permiso para hacerlo. Esto sucedió en épocas muy modernas.
Esta nueva manera de entender las relaciones entre el mundo y el individuo, no según un orden establecido, sino dándole cabida a lo sensible, la intuición y la imaginación personal vino a hacerse presente hace apenas unos 200 años entre las páginas de los libros. Pero las preferencias individuales a la hora de escoger, cocinar, degustar y almacenar lo que hemos denominado comida –que no son sólo las plantitas y los animalitos que terminan en nuestros platos, sino sus implicaciones emotivas, o sea lo que los lingüistas y los psicoanalistas llaman significantes–, son como texto, más modernas que los diarios de viaje, por ejemplo.
Como soy golosa, me gusta buscar en tiendas especializadas en recetarios o librerías extranjeras memorias gourmet. No es que en nuestro país no haya, es que el sibarita, hedonista o gourmand
no puede satisfacerse a pasto pues tal género literario no es abundante. Lo escrito por personajes tan insignes como la Marquesa Calderón de la Barca, Alfonso Reyes o Salvador Novo es apenas un bocado. El Confieso que he comido, de José N. Iturriaga, comentado en Día Siete hace poco,
viene a ser pionero en la materia.
El año pasado leí Eating (Random House), del editor Jason Epstein, quien habla de sus encuentros comilones con Norman Mailer, Gore Vidal o chefs tan renombrados como Wolfgang Puck. Me gustó que confiese que dialoga con los ingredientes que compra con la pasión de un ávido coleccionista hasta transformarlos en delicias y comparta recetas. También leí Rapsodia Gourmet, de la francesa Muriel Barbery, quien escribe sobre un crítico gastronómico que a punto de morir lucha por recordar un sabor que tiene “en la punta de la lengua”. La búsqueda de tal recuerdo lo lleva a compartirnos sus experiencias y disquisiciones sobre lo crudo en la cocina oriental, sobre lo mágico que puede resultar una “esfera anaranjada, de flancos casi grumosos licuándose en el plato” (léase helado de naranja) y lo brillante que puede ser el recuerdo
de unos pescados asados en la playa por obra y magia de las manos de un querido abuelo.
Esta nueva manera de entender las relaciones entre el mundo y el individuo, no según un orden establecido, sino dándole cabida a lo sensible, la intuición y la imaginación personal vino a hacerse presente hace apenas unos 200 años entre las páginas de los libros. Pero las preferencias individuales a la hora de escoger, cocinar, degustar y almacenar lo que hemos denominado comida –que no son sólo las plantitas y los animalitos que terminan en nuestros platos, sino sus implicaciones emotivas, o sea lo que los lingüistas y los psicoanalistas llaman significantes–, son como texto, más modernas que los diarios de viaje, por ejemplo.
Como soy golosa, me gusta buscar en tiendas especializadas en recetarios o librerías extranjeras memorias gourmet. No es que en nuestro país no haya, es que el sibarita, hedonista o gourmand
no puede satisfacerse a pasto pues tal género literario no es abundante. Lo escrito por personajes tan insignes como la Marquesa Calderón de la Barca, Alfonso Reyes o Salvador Novo es apenas un bocado. El Confieso que he comido, de José N. Iturriaga, comentado en Día Siete hace poco,
viene a ser pionero en la materia.
El año pasado leí Eating (Random House), del editor Jason Epstein, quien habla de sus encuentros comilones con Norman Mailer, Gore Vidal o chefs tan renombrados como Wolfgang Puck. Me gustó que confiese que dialoga con los ingredientes que compra con la pasión de un ávido coleccionista hasta transformarlos en delicias y comparta recetas. También leí Rapsodia Gourmet, de la francesa Muriel Barbery, quien escribe sobre un crítico gastronómico que a punto de morir lucha por recordar un sabor que tiene “en la punta de la lengua”. La búsqueda de tal recuerdo lo lleva a compartirnos sus experiencias y disquisiciones sobre lo crudo en la cocina oriental, sobre lo mágico que puede resultar una “esfera anaranjada, de flancos casi grumosos licuándose en el plato” (léase helado de naranja) y lo brillante que puede ser el recuerdo
de unos pescados asados en la playa por obra y magia de las manos de un querido abuelo.
Los que saben comer no suelen hablar de restaurantes y chefs, antes que nada lo hacen sobre ingredientes y métodos de preparación; el sabor, la apariencia y la textura de un alimento pueden llegar a ser tan importantes, que la tortura del batido frente al fogón puede transformarse en un placer cercano a la conquista. Y es que el hombre es una creación del deseo, no de la mera necesidad. “No sólo de pan vive el hombre”, dicen unos y es cierto: la materia excita los sentidos y cuando se trata de papilas gustativas, el discurso del goloso puede
derivar en un arte mayor. Es curiosa, esta oralidad –del discurso– que habla de lo otro oral –el alimento–, una modalidad de la disertación sensual, que viene a ser una especie de homenaje metalingüístico por el bien recibido en la zona que agradece.
Amores golosos
En esta época de desórdenes alimenticios, la comida es un termómetro social. En la mesa se articulan el hambre y el amor de una manera única. Íntimamente relacionada con el código familiar, la hora de la comida viene a ser un espacio de reflexión de significantes tan importantes como la complacencia, la convivencia y la lealtad. Por algo comer sigue siendo el placer más socorrido frente a la pérdida de otros.
Si recordar lealtades y amores no suele ser asunto fácil, hacerlo a partir de la reflexión gustativa facilita la tarea y la torna en un acto doblemente gozoso: el comelón o comilón (las dos cosas estás bien dichas) terminará relamiéndose los bigotes por el resabio de lo gustado, pero también sanará el alma. Dejar de sentirnos delincuentes alimenticios por faltarle al respeto a la autoridad médica que indica rechazar lo que nos gusta, no nos matará.
derivar en un arte mayor. Es curiosa, esta oralidad –del discurso– que habla de lo otro oral –el alimento–, una modalidad de la disertación sensual, que viene a ser una especie de homenaje metalingüístico por el bien recibido en la zona que agradece.
Amores golosos
En esta época de desórdenes alimenticios, la comida es un termómetro social. En la mesa se articulan el hambre y el amor de una manera única. Íntimamente relacionada con el código familiar, la hora de la comida viene a ser un espacio de reflexión de significantes tan importantes como la complacencia, la convivencia y la lealtad. Por algo comer sigue siendo el placer más socorrido frente a la pérdida de otros.
Si recordar lealtades y amores no suele ser asunto fácil, hacerlo a partir de la reflexión gustativa facilita la tarea y la torna en un acto doblemente gozoso: el comelón o comilón (las dos cosas estás bien dichas) terminará relamiéndose los bigotes por el resabio de lo gustado, pero también sanará el alma. Dejar de sentirnos delincuentes alimenticios por faltarle al respeto a la autoridad médica que indica rechazar lo que nos gusta, no nos matará.
Publicado Revista Día siete, septiembre de 2011