miércoles, 15 de diciembre de 2010

El placer estético como preámbulo del cuerpo gozante


Para Hedwig Jacobsohn

Dice Hans Georg Gadamer, --el alemán a quien nos acercamos los afectos a la filosofía del arte--: “Si yo encuentro algo bello, entonces quiero decir que es bello, quiero detenerme en su espacio poético, en su capacidad generadora y ser parte de ella, al mismo tiempo que admito el contagio de su explosión de sentido. Acepto el encuentro”. Yendo del terreno de la estética al de la ética, la reflexión sobre lo bello, lo que nos cimbra en nuestra dimensión más humana, se torna perentoria en estos tiempos de tanta liquidez, de tanta superficie, de tanto amor fingido. Necesitamos volver a nosotros, los que vivimos dentro de los cuerpos que el ballet de la vida actual dirige.
Lo que nos dice Gadamer es que por naturaleza nos inclinamos a la gracia, la magnificencia, la hermosura; que anhelamos estas experiencias como anhelamos el estado ideal (el prenatal dicen los psicoanalistas), que aspiramos a la perfección en todo. Habla de que la belleza no sólo se percibe, se experimenta; de que una vez intuida, se quiere uno dejar seducir por ella, de que siendo de ojos para afuera, también toca el corazón y el cuerpo porque se monta sobre el paradigma de la experiencia.
Desde el ser reflexivo que hoy soy, yo crítica de arte que piensa en compartir con los lectores sus reflexiones estéticas, busco que me invada ese estado en el que el mundo se siente organizado, en donde el caos se lee como parte de un plan preestablecido para que las cosas salgan bien. Todo esto forma parte de la experiencia estética que conozco como belleza; de esa experiencia que se da frente a una buena obra de arte (aún si el tema se dirime en el ámbito del horror).

Hace un par de días, el escritor Mario Vargas Llosa hizo un brindis memorable tejiendo la propia historia con la de la literatura. La leída y la propia. Decía el escritor: “Gozaba tanto leyendo historias, que un día, este niño que ya era un joven, se dedicó también a inventarlas y escribirlas. Lo hacía con dificultad pero, al mismo tiempo, con felicidad y gozando tanto cuando escribía como cuando leía. Sin embargo, el personaje de mi historia era muy consciente de que una cosa era el mundo de la realidad y otra, muy distinta, el mundo del sueño y la literatura y que éste último sólo existía cuando él leía y escribía. El resto del tiempo se eclipsaba….Mi personaje comenzó entonces, maravillado, a vivir, en la vida real, una de esas experiencias que, hasta entonces sólo existían para él en el dominio ideal e irreal de la literatura. Todavía sigue allí, desconcertado, sin saber si sueña o está despierto, si aquello que vive, lo vive de verdad o de mentiras, si esto que le pasa es la vida o la literatura, porque los límites entre ambas parecen haberse eclipsado por completo.”
Coincidentemente, el Premio Nobel de Literatura y Gadamer hilan fino la misma historia: la del arte que se confunde con la vida, la de la vida vivida estando conscientes de su facultad creativa, artística. Ambos hablan del goce estético, del goce de los sentidos. En el primer caso el filósofo se refiere a la percepción sensorial de la armonía en una obra de arte o en la naturaleza; en el segundo caso, el célebre escritor peruano se refiere a la experiencia literaria ensayada como el sentido y el fin último de una vida. Y entiéndase bien, no se trata en su caso, de un oficio como el del periodista común, el que se roba palabras como cáscaras y las va soltando despellejadas, desproveyendo de su música y polisemia al lenguaje, por el mero afán de informar. Se trata en el caso de la literatura, de renombrar las cosas, de encontrar el sinónimo adecuado, de tallar la frase hasta hallarle el ritmo que le sienta justo.
La extraña magia de una historia contada desde dentro, de un poema que canta la verdad del alma humana, tiene que ver con la posibilidad provocadora de la palabra, con la voluntad del lector de dejarse seducir, con la voluntad del escritor de poseer al lector de cuerpo completo. Comenzando por el secuestro de su mirada, si éste decide entregarse a la lectura concentrada, va dejando, poco a poco el cuerpo en el libro. Cuando alguien se deja tomar por la palabra, cuando se goza escuchando la frase bien escrita una y otra vez, está participando en un encuentro amoroso sin par, único en su calidad de producto cultural elevado.
Al respecto el escritor Adolfo Echeverría dice: “Somos materia central neurálgica rozándose con otra llena de emociones y sentimientos que se llama texto”, coincidiendo en su aseveración con quien dice que el acto de leer se parece al de la llama que abrasa la madera. Ambas aseveraciones sin duda rememoran el acto erótico, cosa maravillosa cuando el intelecto pone lo mejor de sí.
Aceptémoslo: la casa que somos se habita mejor si adentro se da el juego, si dejamos que los buenos libros nos hablen al oído, si permitimos que la obra de arte nos susurre sus potencias y polisemias. Esa geografía en la que todo puede suceder –que es el cuerpo gozante— lo agradecerá infinitamente. Ω